domingo, 24 de febrero de 2013

El amante del mar/La noche del pescador



“El océano puro y azul, profundo y tranquilo,
es dueño de mi alma y mis pensamientos.
Es la amante que comparte mis secretos,
y la diosa que retiene mis pesares.
Los frutos abundantes que me trae,
por serle fiel a pesar de mis amores terrenales,
demuestra lo excelsa y buena compañera
que llega a ser para un hombre, eterno solitario”

Fragmento de una vieja canción de pescadores encontrada en un antiguo diario en un pueblo a orillas de la playa y que hoy en día cantan, con algunas variaciones, los viejos marineros retirados.

En una travesía escuché que suele suceder, en un ínfimo porcentaje de la población, que el azul del mar invade el alma de los humanos y, producto de ello, llegan a fusionarse en un nuevo ser: mitad persona y mitad naturaleza. Un grupo de semidioses confundidos que no saben si pertenecen al resto de mortales o a un poder más lejano.  En aquel largo viaje escuché a ancianos y niños hablar de una misma historia, una misma creación y un mismo origen de sangre. En aquel lugar perdido, unos nómadas marineros contaban con orgullo una leyenda.

I



Una joven de piel bronceada, cabello oscuro y mechones rojizos producto del constante trabajo bajo los intensos rayos de Sol, iris de color café –de mirada penetrante y empapada de sabiduría–, y una contextura que ocultaba y engañaba a cualquier mortal sobre la presencia de una gran fuerza, estaba sentada, con los brazos cruzados sobre las piernas flexionadas, sobre la blanda y ardiente arena de finales de primavera; en una playa cercana al pueblo de los marinos, la cual servía como fuente de la faena diaria. Miraba con ojos de vieja el movimiento apaciguado del agua, y escuchaba atentamente la conversación muda entre las olas, que emitían un apaciguado rumor, y el cielo. Vestía de una forma cuidada en comparación a los pocos pobladores que caminaban sin ocupación ni rumbo fijo por los alrededores: un polo blanco y delgado de manga corta, un pantalón azul oscuro de algodón, el cual estaba imperceptiblemente desgastado en la basta, y unas zapatillas deterioradas debido al constante contacto que tenían con el agua salada. Mientras contemplaba el horizonte, el resto de habitantes aprovechaba la hora del almuerzo para descansar luego de la tarea tan extenuante que resultaba ser la pesca.

Los barcos, que hacía un par de horas invadían la costa con inmensas redes para pescar bonitos, anchovetas, tilapias, atún, caballas, lenguados, pejesapos, pejerreyes, peces espada, salmones, y accidentalmente una que otra raya, se encontraban a diez metros: cerca de los rústicos restaurantes que preparaban una diversidad inimaginable de mariscos, algas y pescados; estos servidos por las esposas de los hombres de mar, mujeres expertas en el arte de la cocina. Aquel, sabía la adolescente de diecisiete años, era el lugar que le correspondía, y sin embargo, había eludido por azar. María Luisa, era la única mujer que había escapado de su destino, y a los ancianos aquello les hacía rememorar las leyendas que de antaño escuchaban. Una en particular era la que narraban a los niños cuando oían su nombre: la historia sobre una chica que se había separado de sus padres y visitó mil puertos para finalmente fundar, junto con los amigos que hizo durante la travesía, el pueblo que habitaban, llamado “Mar zafiro”. Incluso, algunos sabios se atrevían a afirmar que María Luisa era descendiente de aquella figura heroica y mitológica. En realidad, son unos locos al comenzar a endiosarme por eso, le gustaba pensar.


Había terminado su labor, hacía un par de minutos atrás, junto con los otros marineros: personas que la miraban extrañados ante su presencia en un espacio que hacía poco tiempo pertenecía exclusivamente a fornidos varones. 


- El anciano de Isaac debió estar chalado para darle todos nuestros conocimientos a una mujer –susurraban constantemente y con un tono de desaprobación la mayoría de los compañeros de pesca, quienes oscilaban entre los dieciocho años y los cuarenta, edad que tenía también su papá. En el grupo, un pariente un par de años mayor que ella la veía con ojos gélidos llenos de tirria y celos, furia y frustración.


Por otra parte, a pesar de que su padre no compartía dicha idea machista, tampoco estaba acostumbrado en ver a su única hija alrededor de redes y remos; forzada a llevar consigo el peso de todo el conocimiento que le había sido transmitido para ayudar a su familia y al pueblo que tanto le había enseñado. 


- María, sería mejor que hoy ayudaras a tu madre en el negocio. –Cuando liberó esas palabras de su boca sintió que era igual de repugnante que un pez basurero y merecía el odio de su hija ante tal insulto, pero continuó–: Ya sabes lo pesado que se pone el negocio cada día que se acerca el verano.


- Soy feliz en el mar –dijo segura, mas titubeó en lo siguiente que iba a decir, ya que sería una mentira a medias: –. Amo pescar.


En realidad, María Luisa parecía confundida en cuanto a lo que iba a hacer en su vida. Quedarse en la aldea para ella era sinónimo de tristeza y represión; en cambio, el océano abierto era la libertad vetada. Pescar y compartir la labor con los pescadores era una excusa para poder estar cerca de aquello que la atraía: el azul profundo e infinito. Quería estar lo más próximo posible a aquello que le brindó el saber perdido generaciones atrás.


- No puedo olvidarlo y simplemente desligarme de ello –susurró la muchacha–. Sería deshonrar la memoria de él.


- ¿Deshonrar a quién? –preguntó distraído el padre, quien no había escuchado lo que había dicho la joven marinera.

II



- ¡Abuelo Isaac! –lo llamaba su nieto desde la orilla, con un par de envidiables bacalaos colgando del anzuelo– ¿Sí o no que tengo futuro como gran pescador? He capturado los dos mejores peces y lo hice con el mínimo esfuerzo.


Presumido como un príncipe engreído, el chico de pobre linaje, Eduardo, buscaba humillar a María Luisa y darle a entender que su lugar era lejos de su pasión. Que debía contentarse con las tareas y el rol que la fortuna, y la rígida sociedad, tenían impuestos sobre las mujeres.


- Ya estoy ansioso de que me digas todos tus saberes –dijo con la sonrisa que caracteriza a las personas codiciosas e interesadas. 


El abuelo Isaac caminaba con pasos parsimoniosos y la espalda recta a pesar de su avanzada edad. De piel curtida por las largas jornadas que disfrutó en el mar por más de cincuenta años, unas marcada arrugas de hombre rebosante de una cultura distinta a la nuestra, pero al fin y al cabo es igual de importante que la que poseemos, y una mirada de viejo marinero melancólico en una noche de luna llena, era el patriarca de la familia y por ello el encargado de transmitir todos sus conocimientos y lugar en la familia al miembro que considerase el más apto. Los adultos sabían que uno de los menores sería el guardián de los conocimientos familiares, ya que según él, la generación que le sucedía era impura y de una inocencia que fue quebrada repentinamente; en otras palabras, no tenían lo que necesitaba un verdadero hombre de mar para comprender el valor de las antiguas historias y el conocimiento del vasto océano: no atendían los murmullos de las aguas profundas ni se asombraban con facilidad. 


- Bien, Eduardo –dijo con voz profunda y ronca, aún masculina y muy potente–. Llévatelos a la casa y dile a tu madre que los sirva como parte de la cena que está preparando. 


El chico, por el hecho de ser hombre, tenía derecho sobre su prima de heredar los conocimientos del viejo, y por ello no escatimaba en dejar transmitir al resto orgullo y pedantería. Aunque en verdad no era más que un ignorante del montón. Siguió las instrucciones y dejó en la arena huellas profundas que en unos segundos se borrarían de la superficie. 


Echada boca arriba, María Luisa miraba abstraída las nubes, como si tratara de descifrar algún lenguaje a través de las imágenes. Cada vez que alguien la observaba en ese estado sentía desconcierto y furia, inducido por la envidia que trataban de ocultar, ya que en lo más profundo de su ser sentían la necesidad de hacer lo mismo y a la vez de alejarse de una actitud filosófica y meditabunda hacia la vida. Al viejo no le extrañaba aquella forma de actuar, mas bien, solía dejarle estar incontables horas así.






- Ver el cielo no ayuda a atrapar el alimento.


- Lo sé –respondió en la posición de antes–. Como sabía que los peces que había capturado serían un desperdicio entre los otros platos que está preparando mi tía, decidí devolverlos al agua –ello era una de los muchos principios que le había transmitido Isaac a sus nietos, pero que no obstante podía ser lo que más rápido uno olvidara.


Un silencio acompañado por el graznido de pequeñas gaviotas y el choque entre las olas y las rocas fue abriéndose paso entre el pescador retirado y la novata. Miles de ideas brotaban en la mente de ambos, pero ninguna lograba tomar forma de palabras. Solo una pregunta completamente fuera de contexto pudo brotar de la voz dulce y aguda de la chica:


- Abuelo, ¿qué se siente haber cumplido setenta años? 


En realidad quería decir si acaso no sintió la necesidad de librarse de ese pequeño pueblo y alejarse de la ignorancia y testarudez que le rodeaba. En un instante comprendió la pregunta encubierta y prosiguió:


- Luisa, mi queridísima nieta. Tú sufres lo que una generación entera se enorgullece de proclamar como suyo. Nosotros, los viejos que llevamos a duras penas todos los conocimientos del pueblo, también lo hemos padecido alguna vez. Lo único que nos mantuvo en este lugar fue la esperanza de encontrar alguna persona a la cual legarle nuestras leyendas casi extintas. 


El Sol se ocultaba tras la traslúcida masa celeste con unos rayos que llegaban agonizantes a sus rostros. Las últimas aves cruzaban el cielo y se posaban sobre la playa, en los peñascos o sobre la mansa y arrulladora agua. 


Esa escena le permitía evocar a María Luisa el pasado de niña solitaria que tenía; con largos paseos por el litoral y algunas huidas del hogar con la esperanza de encontrarse a sí misma algún día durante aquellas caminatas. Frente al paisaje pensaba y soñaba con largos viajes por altamar, inspirada por los ancestrales cuentos y las extintas costumbres de sus antepasados. Sentía un llamado que estaba cargado en sus genes y le exhortaba, en un idioma perdido, algo que ella no podía entender. Algún día, pensaba, entendería el significado de aquella lengua.


Cuando la puesta de Sol tiñó el cielo con tonalidades rojizas y amarillentas, Isaac le dijo a su nieta que debían regresar a casa, que estarían esperándolos para iniciar la celebración. La adolescente lo siguió en el largo camino hacia el barrio pesquero de la ciudad. Llegaron con luz escasa a la calle cuyas construcciones se asemejaban a bestias prehistóricas varadas en la tierra. Frente a la modesta plaza del pueblo entraron a un hogar de ladrillo desnudo y techo de calamina, donde los focos de la sala llegaban a iluminar unos escasos centímetros de la entrada y sirvieron de guía al abuelo y la muchacha para diferenciar la casa de las demás. Fue ella quien sacó una oxidada llave del bolsillo y la giró cuidadosamente para entrar. Todo en el interior estaba preparado para la celebración: algunas delicias que en otro momento la familia no hubiese preparado, escasos regalos mal envueltos o chucherías que parecían unas reliquias que debían ir a un monasterio, la sala y comedor ordenados de tal manera que los invitados no se tropezaran debido al poco espacio. Dentro estaban los primos, los hijos, los sobrinos, los nietos, la familia política, los amigos de los hijos, los amigos del cumpleañero –llamados “sabios” y que no pasaban de cinco ni superaban las siete décadas–, los hijos de estos, y los niños que a su vez tenían, y si hubiesen podido hubiesen invitado a medio pueblo a la reunión. Sin embargo, la casa no era lo suficientemente grande como una mansión para poder alojar a tanta gente. Aquella era una celebración para recordar siempre, ya que pocas personas cumplían los setenta años y seguían viviendo. Esta se extendió hasta que Júpiter era apenas visible en un cielo sin Luna en el suroeste, a medianoche. Los amigos, con el aliento a alcohol y la cabeza que aparentemente podía pertenecer como no al cuerpo, optaron por irse primero. Y los últimos, los mayores, se despidieron de forma prolongada y muy afectuosa, y dejaron tras de sí un halo de misterio y una tristeza apenas perceptible. 


Mientras los hijos y sobrinos limpiaban el desorden, y Eduardo dormía en el sillón debido a los muchos vasos de cerveza que se había servido, el viejo miraba, con una melancolía nunca antes conocida a través de la ventana, hacia un mar negro como la brea. María Luisa se había acercado para recomendarle que tomara una siesta, que no se preocupara, ellos se encargarían de ordenar. No obstante, hizo caso omiso a la recomendación; se levantó de la vetusta silla de madera, cogió un costal que estaba en el rincón más apartado del cuarto, y le dijo que lo acompañara a dar una vuelta. El viejo, durante el trayecto a la orilla, miraba constantemente a lo alto del cielo. Urano estaba cual rey en lo alto del plano estrellado. Parecía hipnotizarlo y brindarle algún código mediante el imperceptible parpadeo que emitía. Como la chica se percató de que su abuelo llevaba algo pesado, quiso ayudarlo, mas la apartó con una firme mano. Una vez llegaron a la húmeda arena, y se desviaron hacia el muelle, el abuelo prosiguió en desanclar uno de los barcos: “La Esperanza”, embarcación perteneciente a su hijo mayor. La adolescente no se inmutó ante su actuar, ya que conocía la extraña costumbre que tenían algunos en el pueblo de salir en barco durante las noches mansas y adentrarse unos metros en el agua sin motivo aparente. Isaac la invitó a entrar al barco una vez estaba alejándose y zarparon rumbo al oeste, entre la constelación de Acuario y Pegaso. Mientras flotaban sobre el reflejo de la noche, el viejo cantaba canciones ya olvidadas. ¿Cantos? No; mitos narrados en verso, tradiciones perdidas que María Luisa volvía a encontrar en su memoria.






- ¿Escuchaste alguna vez la leyenda sobre la creación que tenemos en el pueblo? 


Dijo con un tono de voz hipnótico semejante a la de un hombre que, poseído por un dios, cumple la humilde labor de un oráculo. Sus ojos opacos reflejaban agonizantes luces de estrellas. Sin esperar respuesta contó: 


- Antes de existir el suelo, el Mar y el Universo eran dos entes separados. De la unión de ambos resultaron grandes criaturas que podían nadar libremente entre las profundidades del agua y la eternidad del cosmos. Sin embargo, esas criaturas se fueron alejando por siglos y, a la vez que su forma iba mutando, olvidaron progresivamente sus orígenes. Los seres que resultaron de una prolongada estadía en el Universo se les nombró, en la lengua perdida, lasetrels, o dioses; por otra parte en el océano se formaron seres imperfectos: los hombres. Ellos intentaron volver a comunicarse con el cosmos, mas su nueva forma se lo impedía. Rogaron para poder volver a entrar en contacto con su contraparte, lo cual fue escuchado por unas compasivas criaturas divinas que resolvieron en aliviarles el sufrimiento creando un espacio firme donde pudieran entrar en contacto cuantas veces quieran con el Cielo sin la necesidad de desvincularse con su queridísimo Mar. Pasó el tiempo y los humanos olvidaron la razón por la cual estaban en la tierra, lo cual llevó al caos y la ignorancia de las raíces. Los pocos que logran comprender este secreto olvidado por años son lo más cercano que puede haber a los dioses, y no pueden evitar ser uno con el Ser que los creó. 


Prosiguió con la cosmología y mitología de los antiguos pescadores del lugar, con la lengua ancestral de los marineros olvidados, con las leyendas y la genealogía de cada uno de los habitantes del pueblo, y cuando hubo terminado con más de seis horas de un conocimiento que María Luisa sentía que conocía, hizo una pausa, tosió y dijo: 


- Es por esta razón que la fundadora de nuestra ciudad no se quedó entre los suyos; era imperiosa la necesidad de volver a su hábitat original. –Dejó de mirar las moribundas estrellas y con una dulce sonrisa paternal agregó–: Te he enseñado todo lo que sabes sobre el Mar; te he transmitido las historias de nuestros antepasados. Ahora te he dado el mayor de nuestros secretos: una cultura olvidada que jamás fue valorada y pertenece solamente a los sabios, es decir aquellas personas que realmente pudieron sentir la comunión entre naturaleza y humanidad, y por ello lograron trascender –se le resquebrajó la voz cuando dijo: – Te he legado mi vida completa en este acto. Mi lugar en la familia lo suplirás tú, pero no debes quedarte aquí. Tus nuevos conocimientos se verían desperdiciados en este terreno árido. Ve lejos y cumple el mensaje que está impreso en tu alma desde antes de nacer; tú, que eres la profeta que tanto esperábamos los ancianos, vete –la última palabra retumbó en los oídos de la chica, como si la hubiese curado de una sordera de nacimiento. 


El viejo se paró repentinamente sobre la crujiente madera del barco. Del saco que cargaba había sacado una pesa que logró amarrarse al tobillo. Antes de que se diera cuenta María Luisa, su abuelo susurró:


- No hay nada mejor para un viejo pescador, amante del mar, volver al agua; morir en su interior y ser parte de ella. Habitar, como las primeras criaturas, el líquido madre y volver a nacer como un ser distinto: quizás dios, quizás hombre.


Dicho esto último dio un paso con la pierna que cargaba peso fuera de la embarcación y cayó abruptamente. María Luisa fue lo más rápido que pudo a la zona donde dio un paso ciego, pero el viejo había sido jalado al fondo del agua. Hizo un movimiento semejante al de excavar en una superficie que sabía se inmutaría ante la desconsolación, y desesperadamente trató de gritar el nombre de su abuelo, con el falso consuelo de que de esa forma regresaría. No podía pensar claramente en lo que podría decir o hacer, correr a decírselo a su padre era sinónimo de un largo silencio indolente, tratar de explicárselo a su madre resultaría en un resignado suspiro; simplemente mantuvo su ilógica acción por varios minutos, hasta que el agua arrugó su mano. 


III

Dentro del mismo barco donde vio a su abuelo inmolarse a la Madre Océano, la noche del día donde tuvo que elegir entre continuar su vida en el pueblo o marcharse, decidió zarpar con las pocas pertenencias que tenía y cumplir con el vehemente deseo de partir y de propagar el conocimiento ancestral de su pueblo. Antes de dejar de ver la orilla, volteó para ver su hogar, donde había dejado una copia de las compilaciones de todas las creencias próximas a ser olvidadas por sus hermanos, mas lo único visible en aquellos momentos eran las luces voraces de una ciudad que rodeaba y consumía lentamente a “Mar Zafiro”. No vale la pena que regrese a este lugar, al menos no todavía, se dijo a sí misma con lágrimas que corrían por sus mejillas. No; mi amado pueblo me fue infiel, citó a manera de desahogo un verso de una remota melodía, y ahora tengo que fundar uno nuevo donde quizás todo funcione mejor. Cogió los remos y partió en un viaje sin tiempo definido, donde aprendería otras formas de ver el mundo y encontraría la libertad para poder entregársela, llegado el momento, a los suyos.     

IV


El inicio de la historia, el origen de la leyenda, estaba en esa ciudad abandonada desde hacía décadas. Morada de pordioseros que pronto tendrían que irse para dar paso al gran pueblo que pronto los iba a engullir. Las leyes del mar se cumplían incluso entre los humanos: la ciudad iba a asimilar al pequeño pueblo que olvidó sus antiguas tradiciones, tal y como la ballena se alimenta de los peces más pequeños.


En el antiguo pueblo de “Mar Zafiro” habían quedado varios hombres que, entregados a su conformismo, terminaron por arruinar la ciudad. El resto, unos pocos, habían decidido seguir a una chica que en algún tiempo fue considerada como una apátrida, una profeta loca cuyas ideas no encajaban.


Caminar por entre las casas destruidas por el salitre y sentir la fría brisa que penetraba la piel hasta carcomer los huesos ahondaba la sensación de soledad en ese lugar. Había decidido visitar aquel pequeño puerto que había dado a luz a uno de esos seres que parecen comulgar con la naturaleza. Sin embargo, me encontré con que caminaba en un pequeño puerto donde no distinguía entre las ruinas y las casas que a duras penas se mantenían en pie. Apoyado sobre la pared de una de las construcciones, miré el mar contaminado por la ciudad, el vasto océano que comenzaba a dar muestras de muerte y destrucción. Cerré los ojos, y al poco rato me encontré a merced del arrullo de las olas. Aún parecía haber algo vivo dentro de esa masa de agua grisácea, algo que te llamaba y te clamaba y lloraba y te pedía a gritos que la escucharas y la ayudaras. Que la purificaras. Era el pedido desesperado de un ser que, de no ser atendido pronto, descargaría toda la violencia que, por amor a sus vástagos, se vio obligado a contener.


  



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